Con un pie y medio en el avión rumbo a España, Carlos Alcaraz recibió una pregunta.
¿Estabas nervioso antes de la final?
Y Alcaraz, con esa serenidad que ya asombra, respondió sin mentir. «Un pelín nervioso, sí». Y enseguida: «Estaba nerviosete».
«Nerviosete» antes de jugar la primera final de Grand Slam de su vida. Si ganaba, se convertía en el número uno más joven de la era profesional. Y el estaba «nerviosete».
Lo que nos lleva a una pregunta inevitable: ¿qué estábamos haciendo a nuestros 19 años?
Comenzando la universidad, quizá; terminando la escuela secundaria, si es que no se había logrado rendir todas las materias. Incorporándose al mundo laboral, descubriendo el mundo en un viaje iniciático… ¿Iniciando un noviazgo en serio, formando una familia?
¿Cuán «nerviosetes» estábamos a los 19 años? Mucho, seguramente, porque nuestros US Open eran la universidad, el colegio, el trabajo, la novia o novio, el ingreso a la vida adulta.
«Nerviosetes», tal como le dijo Alcaraz a la radio española Cadena COPE en Nueva York, pero nunca con la perspectiva de que, si nos iba bien, cobraríamos 2,6 millones de dólares y el mundo estaría a nuestros pies. Difícilmente con la perspectiva de convertirnos, de un día para el otro, en el eje de la conversación en medio planeta.