MADRID – En 2007, los cuatro grandes torneos del tenis recibieron con asombro e inquietud una audaz idea de Ion Tiriac: crear un quinto torneo de Grand Slam con sede en Madrid.
«Uno debe tener la posibilidad de competir. En los premios, en la calidad, en la infraestructura, en todo», dijo el rumano durante una extensa entrevista con el autor de esta columna.
Parecía una audacia sin sustento, pero no lo era: el artículo 2.2h de la Constitución de la Federación Internacional de Tenis (ITF) establece que es posible «reconocer otros Grand Slam por uno o más años según lo que determine el Consejo».
La idea no prosperó, en parte porque las tradiciones del tenis son muy fuertes, en parte porque Tiriac se cansó de Madrid y de la ATP y vendió el torneo a IMG, que no piensa en hacer historia, sino en hacer negocios.
Diecisiete años después de aquella «amenaza» de Tiriac, difícilmente el torneo de la capital española podría plantear un desafío similar, porque lo cierto es que Madrid tiene un problema: el torneo ha perdido brillo por un lado, pero le sobra por el otro.
La Caja Mágica inaugurada en 2009, diseñada por el arquitecto francés Dominique Perrault, es un estadio irremediablemente frío, lejos del ideal de un escenario de tenis.
No solo por cuestiones climáticas, sino también por razones de diseño: la gran cantidad de metal en el estadio hiere la vista de espectadores y jugadores, hace que la pelota por momentos no sea visible.
Lo dice incluso Rafael Nadal. «Esta pista es más bonita y más cómoda para jugar cubierto. Hay un pequeño problemilla, no de ahora, de siempre, para mí. Es muy metálica, cuando refleja el sol en el metal hay un problema de visibilidad. Para mi gusto, al final cada cual… Los reflejos a mí me molestan un pelín. La central a veces es un poco fría por el metal, y cubierta, con los focos, esa sensación de metal se pierde».
La muy real posibilidad de que Nadal no vuelva a jugar el torneo -aunque el mallorquín siempre se reserve una carta- pone además al Masters 1000 madrileño ante una realidad innegable: en España, y muy especialmente en Madrid, no hay tradición de público de tenis, no hay suficiente pasión por un deporte que figura entre los más exitosos de la historia del país.
Y si no la hay tras 20 años de Nadal, ¿tiene sentido esperar que Carlos Alcaraz logre lo que no logró el mallorquín, el desafío de convertir el torneo en un acontecimiento deportivo, antes que en un acontecimiento social? Meta inviable hasta hoy, pueden dar fe de ello las protagonistas de la final femenina del sábado, jugada ante un estadio semivacío.
No está claro por qué Tiriac, cuando era dueño y señor del tenis de Madrid, no usó su influencia para modificar el proyecto de Perrault, tan arquitectónico y tan anti tenístico a la vez. Pero sí está claro que el rumano entendía que Madrid debía ir más allá y distinguirse para no perderse en el paisaje de mediocridad de tantos otros torneos.
Fue por eso que en 2011, ante la evidencia de que no habría un quinto Grand Slam, Tiriac dijo: «No quiero un Grand Slam. Quiero algo mejor. Si me vuelvo loco puedo hacer un Súper Slam».
Así, la idea de la arcilla azul en la edición de 2012 no fue una locura de Tiriac, sino el intento de ofrecer algo diferente y mejor. Una gran idea, pero mal ejecutada. El azul cobalto era ideal para mejorar el contraste con la bola, y moderaba el problema de la excesiva cantidad de metal en el estadio. El problema es que aquello se hizo apresuradamente y sin ganarse el apoyo de los jugadores. ¿El otro problema? Haber esparcido una cantidad de sal la noche previa al torneo para convertir la pista de tenis… en una pista de patinaje.
Si a eso se le suman las polémicas por las recogepelotas modelos, las críticas solapadas, o no tanto, de Nadal, y el affaire en la final del dobles femenino de 2023, cuando la organización impidió que las jugadoras hablaran en la ceremonia de premiación, está claro que Madrid tiene un problema. Tiriac lo vio en su momento, pero no supo cómo arreglarlo. O no pudo, o no quiso. Solo él puede decirlo.