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Dos décadas persiguiendo la asombrosa historia de Rafael Nadal

story of Rafael Nadal
Sebastian Fest during an interview with Rafael Nadal in November 2011 in London.
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En los más de 30 años que llevo como periodista, nunca he seguido una historia con tanta cercanía, persistencia e intensidad como la de Rafael Nadal.
En el día de su retirada, la introducción a mi último libro, ‘Gracias’, (Ediciones B – Penguin Random House, Barcelona 2023) en el que profundizo en la carrera de uno de los deportistas más asombrosos de todos los tiempos.
***

 

Blanca, blanquísima se veía esa habitación. Tan blanca como insoportable era el ambiente, saturado por el olor a pintura fresca. Yo estaba solo, esperaba a que llegara alguien al que había visto mucho, pero con el que no había conversado hasta entonces. Era el 17 de agosto de 2004, en plenos Juegos Olímpicos de Atenas, y Carlos Moyá abrió la puerta trayendo prácticamente de la mano a un prodigio: Rafael Nadal.

En aquella noche griega fue Moyá el que llevó el peso de la conversación. Número uno del mundo por dos semanas en marzo de 1999, meses después de aquel gran título en Roland Garros 1998. Con Moyá nos conocíamos bien: hacía años que lo seguía en el circuito y que escribía sobre él para la agencia de noticias DPA, en la que trabajaba en aquellos tiempos.

A Moyá lo había visto ganar en 1995 su primer torneo de la ATP. Fue en mi ciudad, en Buenos Aires. Casi nadie lo conocía, pero nadie lo olvidaría: Moyá pasó a ser adoptado por los argentinos, una gente y un país entre los que se sintió siempre muy cómodo.

El joven Rafael estaba ante un momento similar al de aquel de Moyá nueve años antes. Venía de ganar en Polonia, en el balneario de Sopot, su primer título en el circuito mayor. Tenía bastante para contar, pero Nadal respetaba a sus mayores, en este caso a Moyá, que fue mentor, rival y luego entrenador, además de siempre amigo. Nadal, semblante serio y ojos bien abiertos, habló poco y escuchó mucho.

 

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«Para mí era una meta estar aquí, también en individual. No pudo ser porque en España hay muy buen nivel, no pude estar entre los cuatro primeros y, bueno, es lo que hay.»

Enternece, casi dos décadas después, la frase de un Nadal que venía de perder en la primera ronda del dobles de Atenas 2004 junto a Moyá.

Era imposible imaginar todo lo que lograría el mallorquín, pero sí estaba claro que allí había algo especial, alguien muy especial. Aquel Nadal de los inicios aún miraba con frecuencia al suelo, aplastado por una timidez que se evaporaba en el instante de pisar las pistas.

Ya era otro, menos de tres años después, cuando nos encontramos en la cafetería del Aviation Club de Dubái, en una tarde de marzo de 2008, en la que armó en medio minuto y sin dudar su equipo ideal de futbolistas del momento. Demostró saber mucho, porque tras ubicar a Robinho en la punta derecha tachó el nombre y lo sustituyó por otro: Messi.

El brasileño era jugador del Real Madrid y Messi, del Barcelona, aunque eso nunca le importó a Nadal, que tiene sus momentos «hooligan», pero que ve y entiende el fútbol en profundidad y más allá de los colores. Y que lo juega demasiado bien, de hecho; basta con darse un paseo por YouTube para admirar algunos de sus goles y jugadas en los tiempos de juventud en los que aún podía permitirse jugar.

Nadal ya parecía más adulto en aquella charla en el club que lo vio nacer como tenista en Manacor, o en el restaurante familiar de Porto Cristo, en Mallorca. Estaba de mal humor y sin dormir en el vestíbulo del hotel Intercontinental de Miami, chispeante junto a su novia en la fría y gris sala de jugadores de París-Bercy, relajado al aire libre en medio de la exuberancia del hotel Princess de Acapulco, y serio y cansado en el Monte Carlo Country Club mientras charlábamos perdiendo la vista en el Mediterráneo.

Y muy amable en 2015. Tras dieciocho años viviendo en España, yo había vuelto a Buenos Aires para asumir la dirección de Deportes del diario La Nación. Vueltas que da la vida: en realidad, debía irme a Washington como corresponsal de la agencia DPA, pero algo sucedió, los planes cambiaron. En enero de 2015, convencido de que en breve mi mente periodística debía apuntar a la Casa Blanca y no a Roland Garros, cubrí el Abierto de Australia de aquel 2015 y le expliqué a los Nadal que me despedía del tenis, al menos del intenso seguimiento que hacía hasta entonces. Toni Nadal, genuinamente impactado por mi cambio del deporte de primer nivel a la alta política, me dedicó unas palabras muy amables. Poco después me llegó un regalo impensado: la raqueta de Nadal. Durante cuatro años no la toqué, me parecía un sacrilegio que mi tenis se juntara con esa raqueta. Pero un día decidí probarla. Me sorprendí.

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Nadal biografía
Sebastian Fest durante una enttrevista con Rafael Nadal en abril de 2012 en Monte Carlo / BENITO PÉREZ BARBADILLO

Cinco meses después, en junio, ya archivados por un tiempo los planes washingtonianos, asistí a la rueda de prensa de Nadal en Wimbledon tras una sencilla victoria en primera ronda sobre el brasileño Thomaz Bellucci.

Un mes antes se había publicado Sin red, el libro en el que desmenuzo la rivalidad de Nadal y Roger Federer, la más trascendente que haya dado nunca el tenis masculino.

Termina la rueda de prensa, Nadal sale de detrás del escritorio ante el que habitualmente hablan los jugadores y se acerca a mi asiento a saludarme, ante el estupor de varios colegas anglosajones en la sala. Sabía que estaba viviendo nuevamente en Buenos Aires. Gentilmente, me saludaba en mi nueva vida.

Yo le había hecho llegar un ejemplar de Sin red.

—¿Te llegó, lo leíste?

—Sí, sí. Lo tengo. Y debo decir que he leído bastante, bastante para mí.

—¿Qué te pareció?

—Me he divertido…

Siete años más tarde, en noviembre de 2022, en Buenos Aires, Nadal estaba en modo jocoso. Reciente padre primerizo, había viajado a Argentina para jugar una exhibición con el noruego Casper Ruud. Mientras esperaba el momento de sentarme a hablar con el nórdico, que venía de una sorprendente temporada, una voz sonó a mis espaldas y junto a mi oreja:

«Sebastián, deja de mentirle a la gente.»

Era Nadal. Hacía un tiempo que no nos veíamos, lesiones y pandemia mediante, y esa aproximación, a mitad de camino entre la calidez y la ironía, era muy nadaliana, llevaba su sello. Y era una buena forma de saludarnos sin decirnos mucho más.

Tengo la suerte de haber podido hablar en español con Nadal, la lengua materna que compartimos, y en alemán con Roger Federer, también su lengua materna. De esos diálogos surgen matices que, cuando el ida y vuelta se produce en inglés, la lengua franca en el mundo del tenis, se pierden. No es el caso en este libro.

Matices había muchos en la madrugada del 14 de septiembre de 2010, una madrugada vibrante.

«Eh, felicitaciones, es increíble lo que hiciste.» Probablemente no fue mi frase más ingeniosa ni cálida, seguramente podría haber dicho algo más sustancioso. Pero era la una y media de la madrugada, yo estaba en la fila media de asientos de una camioneta blanca en un oscuro estacionamiento de Queens, en Nueva York, y la emoción y la tensión de las últimas horas golpeaban no sólo en mi cuerpo: también habían hecho mella en mi agilidad mental. Tan poca luz había en ese estacionamiento al aire libre en aquella noche cerrada del final del verano neoyorquino que, de no haber subido a la camioneta junto a él, sencillamente no habría sabido con quién hablaba. Casi no podía distinguir su rostro en esa fila contigua.

Pese a que llevo treinta años cubriendo grandes eventos, esos detalles del deporte de alta competición no dejan de estremecerme: en el momento del triunfo (o de la derrota) hay mucha luz, incluso demasiada; hay miles de espectadores y decenas o cientos de millones de televidentes, todos pendientes de la estrella. Pero antes o después, esa estrella se queda sola y a oscuras. Y así estaba él, prácticamente solo. Y a oscuras, sin duda.

«Gracias, gracias», fue la respuesta que se deslizó entre el hueco del apoyacabezas que oficiaba de «frontera» entre ambos y nos permitía mantener cierta distancia. Así fue que optamos entonces por el silencio, cada uno intentando ordenar su particular torbellino de las últimas horas —incomparable el suyo, meramente periodístico el mío—, respetuoso yo además de un joven que venía de cuatro horas de batalla sobre el cemento, de una extensa rueda de prensa y varias entrevistas con los periodistas acreditados en el torneo. Una intensa jornada laboral de más de doce horas. Eso, y la barrera que siempre me autoimpongo: la de una cercanía distante con los protagonistas. Muy lejos te enfrías, pero muy cerca te quemas.

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En ese minuto escaso que pasamos solos en la camioneta, yo era un privilegiado, la envidia de casi cualquiera: estaba a solas con Nadal, el hombre que acababa de conquistar el US Open, el número uno que podía ya decir que había alzado los trofeos de los cuatro grandes, el joven que era leyenda al nivel de Fred Perry, Rod Laver, Donald Budge, Roy Emerson, Andre Agassi y Roger Federer. Y desde esa noche, también Nadal. Luego se sumaría Novak Djokovic.

‘GRACIAS’, el último libro de Sebastián Fest sobre Rafael Nadal

¿Qué hacía yo ahí con Nadal? La camioneta era el escenario de su última entrevista de aquella noche, un sitio tan inusual como ideal, porque, mientras cruzábamos la autopista vacía rumbo a una calma Manhattan, ya muy locuaces y reenergizados ambos, Nadal me dio una de las mejores entrevistas que le haya hecho. Si para una buena entrevista se necesita un buen entrevistador, pero también un entrevistado predispuesto, Nadal era la contraparte ideal aquella noche. Tanto que neutralizó el obstáculo que seguía representando aquel apoyacabezas, por cuyo costado yo había colado mi grabadora.

—¿Quieres que la sujete yo? Así será más cómodo —me dijo.

Y durante los siguientes veinte minutos, con la camioneta blanca cortando la oscuridad de la noche, el que ya era uno de los más grandes tenistas de todos los tiempos mantuvo la grabadora alzada junto a su boca. Mientras hablábamos de raquetas de madera, del miedo que le da el mar cuando no ve el fondo o de si es posible “odiar” el tenis, un séquito nada habitual en una entrevista escuchaba en absoluto silencio: su padre, su novia, su agente, su jefe de prensa, su hombre en Nike y su fisioterapeuta.

Al final, y antes de que me dejaran en la esquina de mi hotel, terminamos hablando de fútbol. Al fin y al cabo, dos meses antes, Nadal y yo habíamos estado en Johannesburgo, en el Estadio Soccer City —él como aficionado, yo trabajando—, aquel en el que España se consagró campeona mundial por primera vez en su historia. Al fin y al cabo, Argentina, mi país, había goleado sorprendentemente días antes a España 4-1 en un amistoso en Buenos Aires.

—Campeones mundiales de los amistosos —me provocó Nadal entre risas.

No era una mala definición, sobre todo viniendo de un hombre que tanto sabe de fútbol, aunque la broma caducaría en Qatar 2022.

Dos minutos después, los Nadal me dejaron en la Segunda Avenida con la calle Cincuenta, a veinte metros de mi hotel. Madrugada de calles vacías en la ciudad por excelencia de Estados Unidos. Un país en el que, cuando se trata de deporte, ofrece estadísticas para todo. Todo es mensurable, siempre hay una cifra para explicar lo que sucede. Eso lleva en muchas ocasiones a crónicas deportivas en las que sobran los números y escasean el alma, el corazón, la vida, que de eso va (también) el deporte.

Pero los estadounidenses se olvidaron de una estadística, dejaron pasar una oportunidad de medir un fenómeno extraño, novedoso: el de la máquina de decir “gracias”.

Puede sonar a boutade, pero no lo es: difícilmente en la historia del deporte alguien haya dicho más veces “gracias” que Nadal. Gracias al público, gracias a los organizadores, gracias a los rivales, gracias a los recogepelotas, gracias a los periodistas, gracias a los choferes, gracias a los empleados de los restaurantes, gracias a las azafatas de las líneas aéreas, gracias a los empleados de los hoteles.

Gracias. Una, diez, cien y miles y miles de veces a lo largo de más de dos décadas de exposición pública. Hermosa palabra, porque dice mucho del destinatario, pero mucho más del emisor. De ahí que la eligiéramos para bautizar este libro.

Gracias, dice Nadal.

Y gracias, les digo yo. Gracias por leer.

 

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