SANTIAGO, Chile – En las calles polvorientas de Lo Espejo, una de las comunas de la periferia de Santiago de Chile, donde faltan servicios y escasea la vegetación, dos canchas de cemento surgen como un improbable oasis del tenis.
En esa esquina había un micro basural donde algunas bandas comercializaban droga. Y de un deseo muy fuerte por escapar del narcotráfico, los allanamientos policiales y la normalización de los homicidios, surgió un milagro tenístico en la comuna con la tercera peor calidad de vida urbana de todo el país.
Richard Quintana (43) luchó toda su vida por consolidar el proyecto que lidera desde hace 22 años. La Fundación Futuros para el Tenis es el sueño que cambió un barrio, y con él, la vida de cientos de niños vulnerables.
Pero comenzó por cambiar a su fundador.
Quintana escapó a los horrores del narcotráfico en el barrio Santa Adriana. La base de operaciones de compra y venta de pasta base más importante de la villa donde nació y creció, era su propia casa, donde vivió hasta ser mayor de edad: “No se podía dormir tranquilo”.
El tío de Quintana era el narcotraficante de mayor peso en el vecindario. Un tipo bueno para pelear, que toda la vida intentó persuadir a su sobrino de que vivir del negocio de la droga era el camino que tenía que seguir.
“Siempre llegaba la policía a mi casa, allanaban mi hogar. A veces entraban a las 4 de la mañana a revisarme”, recuerda en entrevista con CLAY.

En su tiempo libre, Richard jugaba al frontón con una paleta de madera y pelotas que encontraba en la feria de los fines de semana. Un hombre un día lo vio y le regaló una raqueta vieja.
En el mismo lugar donde peloteaba con sus amigos, dos de sus tíos fueron baleados y asesinados por un ajuste de cuentas. Durante todo el tiempo en que Richard vivió ahí, contabilizó once asesinatos con pistola o arma blanca.
Lo que más lo impactó, dice, fue la sangre.
“Un día me levanté temprano para ir al colegio, y encuentro en la cocina de mi casa a una señora amiga de la familia, delincuente de por ahí, llena de sangre. Tenía toda la cara y el cuerpo bañados de rojo. Tuve que ayudarla a lavarse en el baño de mi casa. Yo tenía 14 años. La sangre me marcó mucho. Pero por suerte para bien, porque gracias a eso supe que quería salir de ahí”, relata.
No era la vida que él deseaba, pero había momentos de duda: ‘Si me meto en el narco, sé quién la vende, cómo empaquetar la droga, quiénes son los compradores. Mi vida estaba destinada a ser parte de ese mundo”.
Otra de las cosas que le causaba rechazo era ver el estado físico y mental de las personas que no podían salir del vicio.
“Había un vecino, don Willy, que yo quería mucho, que aunque pertenecía al mundo delictual, siempre que me veía me daba buenos consejos: ‘el cuaderno pesa menos que la pala, el lápiz es mucho más poderoso que una cortapluma’, yo decía ‘tiene razón este viejo culiao’. Al final me di cuenta de que no servía pa’ esa cuestión, me daba miedo la sangre, no me gustaban las armas, y me impactaba ver lo mal que quedaba la gente drogadicta. Fui construyendo una mentalidad que me decía que tenía que ser distinto”.
Más consejos de Willy: “Me decía que las palabras tienen más poder que cualquier otra cosa, y yo fui preocupándome de hablar bien, de no usar la coa (dialecto chileno originado a partir de contextos carcelarios), de terminar las palabras y mejorar mi vocabulario”.
A los 14 años, Richard comenzó a trabajar. Compraba calcetines y los revendía. Generar su propio dinero significaba para él librarse de una carga importante: “El pan que me comía venía de la venta de la droga. Era un peso en mi conciencia. Si comía ese pan, me sentía parte de ese sistema”.
El tenis, el medio con fines educativos
A sus 21 años, habiendo huido de la cultura de la droga, con un título de ingeniero y un buen trabajo, puso la primera piedra del proyecto que hoy usa el tenis como herramienta educativa. Consiguió una red, pelotas y raquetas y en un centro vecinal le mostró el deporte a un grupo de niños.
“Tengo grabada la fecha. El 28 de agosto de 2003. De ahí no paramos más”, dice.
“Éramos todos jugadores amateurs. No teníamos metodología, ni ningún sistema. Le tirábamos la pelota a los niños nomás. El abuelo de uno de esos niños nos regaló libros de fines de los 80 sobre enseñanza del tenis. Yo me los devoré. De manera autodidacta nos fuimos capacitando”, cuenta el chileno.
En 2007 apareció un programa gubernamental que buscaba recuperar espacios públicos. El barrio estaba tomado por hechos de violencia. Recientemente había muerto una niña por una bala perdida.
“Fue intervenida por el gobierno. Hubo aumento de la fuerza pública, mucha represión, todos en la calle éramos sospechosos. Salía de mi trabajo y te paraban para revisarte entero”, recuerda Quintana.
En 2014, el mejor jugador de Chile por entonces se sumó a la fundación y le dio un nuevo aire al proyecto.
Hans Podlipnik, un tenista que llegó a ser 157° del mundo en singles, y que en dobles ganó un título ATP y 20 eventos Challenger, quería involucrarse a largo plazo en una obra social. Ya lleva once años como presidente de Futuros Para el Tenis. En la fachada su rostro está pintado a modo de homenaje.
“La ayuda realmente tiene que ser constante para generar un impacto real”, cree Podlipnik, quien está convencido de que las clínicas de tenis o las visitas solo para ir a saludar no sirven.
Decenas de niños que han pasado por la Fundación Futuros para el Tenis se graduaron de la enseñanza media y llegaron a la universidad. Varios de ellos sacaron un título universitario. Esa es la meta final de la organización que lideran Quintana y Podlipnik.
“Ponemos el foco en la educación. En estas zonas, cuando los niños vuelven del colegio, no tienen áreas verdes ni clubes donde puedan pasar la tarde. En lugares marginales, no existen suficientes espacios donde los niños pueden ser niños. Lo que pasa es que terminan jugando en las calles, y ahí viven en constante riesgo de ser reclutados por los narcos o bandas criminales”, reflexiona Podlipnik.
Al 2025, Fundación Futuros para el Tenis brinda un espacio seguro de manera gratuita a 350 niños no solo con las pistas de tenis, sino también con una sala de clases, psicólogos y educadores.
“Ha sido un éxito tremendo. Pero es mucho trabajo, y a veces la gente no entiende lo difícil que es esto en un país como Chile. Ha sido una labor heroica: la de Richard, la de Diego y Seba, los entrenadores que tenemos. Estar ahí requiere una pasión tremenda”, dice Podlipnik.

Cerca de 2000 niños han pasado por sus canchas. Varios cambiaron el destino de su vida gracias a las herramientas que le dio el tenis. Muchos encontraron habilidades para decidir que estudiar y trabajar era la forma correcta de salir adelante. Evitaron la obesidad infantil; adquirieron confianza para desmarcarse de los estigmas con los que saldrán al mercado laboral por el solo hecho de venir de la Santa Adriana, un barrio con mala fama.
Cambiaron sus gustos, sus amistades, sus ídolos.
Como Diego Contreras, que llegó a los 11 años al primer día del proyecto, ese 28 de abril de 2003. Hoy es profesor de la Fundación.
O Dylan Farías, un chico de 17 años con un tipo de parálisis que afecta a la mitad de su cuerpo, quien llegó allí a conocer el tenis a los 7, y que es hoy uno de los mejores jugadores de Chile en el tenis adaptado; o Emilia Tello, quien descubrió su talento y su buena condición física en las canchas de Lo Espejo. Fue invitada a entrenar a otros clubes y hoy es parte de otra academia. Sueña con una beca para estudiar una carrera y jugar al tenis.
También el nieto de don Willy, el «viejo delincuente sabio» que le daba los consejos a Richard, cuando lo veía golpeando una pelota vieja, sucia y con pelusas. Un pequeño que juega a ser niño en las canchas de la fundación y, como tantos otros, empieza a abrirse hacia una vida distinta.